martes, 17 de diciembre de 2013

La Hacienda Blandín, testigo de excepción

El debut del negrito en sociedad


El café es algo más que una sencilla infusión de color negro. Detrás de esta bebida hay toda una cultura que se extiende por todo el mundo con matices muy diferentes. En la historia de Venezuela, alrededor del café se ha movido un grupo de personajes ilustres, se han hecho tertulias, se ha discutido sobre literatura, política y hasta de asuntos de familia. El Caracas Country Club es el primer testigo de nuestra cultura cafetalera.
Noviembre de 1786. Son las seis de la mañana. La familia Blandín en pleno se reúne a desayunar en el amplio y noble comedor. Sobre la bien servida mesa sobresal en tres arbustos del agasajado grano, venido de París y traído a Venezuela de Cayena en 1725, llegando a Caracas desde las riberas del Orinoco en 1783.
Con desenfado, la Negra Jacinta va pasando la lanilla al ceibó sin darse cuenta de los tropiezos que, por su distracción, se da su hijo, el mayordomo Andrés. El muchacho, que nació en la Hacienda Blandín veintidós años atrás, se encargaba de traer a la mesa los manjares y zumos de frutas que Don Bartolomé, primogénito de Don Pedro Blandín, casado con Doña Magdalena Argain y sus hermanas Doña Manuela y Doña María de Jesús estaban a punto de disfrutar.
El hermano restante, el Padre Domingo llegó justo a tiempo para compartir la comida. “Más vale llegar a tiempo que ser convidao”, dijo, y todos rieron. El pan recién sacado del horno les calmó el hambre mañanera. Las bandejas y los platos japoneses y de China, llenos de confituras, adornaban el mesón de los Blandín.
A las diez de la mañana los habitantes de la hacienda admiraban impactados el movimiento de objetos que entraba y salía de Blandín. Asombrados veían pasar, entre corredores y patios, a Jacinta y a las demás señoras de servicio en un lleva y trae de hortalizas, frutas, panes y hasta una ternera. Movimiento ya conocido pero siempre atractivo en los alrededores.
“¡Aquí como que hay otra fiesta!” decía la gente. Por todos es conocido en el pueblo de Chacao de las extraordinarias celebraciones y los conciertos musicales de exquisito tenor que los herederos del ilustrado francés, Don Pedro Blandín sabían dar. Este día de noviembre de 1786 no iba a ser diferente… o sí. Hay en esta fiesta algunos elementos que prometen una tarde inigualable.
Don Bartolomé comenzó a girar instrucciones al tiempo que se levantaba: “Andrés, termina con la mesa que ya llegó la carreta con los instrumentos. Hay que descargar rápido”, apuró el patrono observando la marcha de hormigas que se extendía por los patios y corredores de la hacienda. “Y tú, Domingo, ¿ya tienes todo listo?”, le dijo de repente al sacerdote.
Era el Padre Domingo, un sacerdote venezolano ejemplar, un doctor en Teología y un elocuente orador. A su cargo estaba dar el discurso de honor para el gran evento, precediendo con sus palabras el almuerzo criollo y el concierto musical, elementos sociales que, sin duda, acercaban a las mejores familias de Caracas.
El Padre Domingo, con su humor característico, le respondió: “¡por supuesto hermano! te imaginarás que tus invitados estarán deseosos no solamente de disfrutar tus atenciones, sino de escucharme a mí”. Los hermanos rieron juntos. “El privilegio de degustar la novedosa infusión en el patio de Blandín será inolvidable para toda Caracas. No puedo sino estar a tono con tus comensales y con el obsequio”, remató el cura.
La niña Manuela, bella y distinguida señorita quien, como su hermana María de Jesús, era un dechado de virtudes domésticas y sociales, dulcemente, interrumpe la conversación:
“Bartolomé, ¿dónde piensas ubicar a los músicos?... Yo creo que debajo de los cafetaleros y junto al alero. Si no, ¡se van a achicharrar al sol!” dijo muy preocupada. Don Bartolomé la escuchó mientras daba media vuelta y le hacía señas a Andrés para que se acercara.
“Andrés, tráete el arpa y los demás instrumentos para este lado, tiene razón mi hermana, en ese rincón va a pegar mucho sol a mediodía. No queremos desmayos y sofocos en pleno concierto”, le decía Don Bartolomé. Andrés, siempre obediente, deja a un lado el par de floreros y corre a pedirles a los demás ayudantes que muevan las sillas y los caballetes, los estuches y las partituras, de allá para acá, en el lugar donde las niñas María y Manuela hacen espacio.

Las familias de Caracas tenían un decidido gusto por la instrucción, por el conocimiento de las obras maestras de la literatura francesa e italiana, además de notable predilección por la música. El evento de ese día, con tanto cuidado de detalles, reuniría a lo más apreciado de las estirpes de esta sociedad emergente venezolana. Más aún si era en casa de los Blandín, donde los conciertos musicales y el exquisito gusto de sus anfitriones gozaban de fama y admiración.

Además la familia Blandain, como originalmente se apellidaba, era no sólo proverbial en la hospitalidad; también el orden y la felicidad que emanaban eran envidiables, dignos de emulación. La hacienda Blandín, para esa época, llegó a ser en Caracas el verdadero núcleo de la música.
Se acercan las doce del mediodía. Ya la fiesta está por comenzar…

Historia: Guillermo Rodríguez Eraso
Versión fabulada: María Elena Mendoza.

II PARTE

Por fin el producto de dos años de cultivos y cuidados va a ser presentado en sociedad. Una fiesta en honor de un alimento y no de una persona. Don Bartolomé se detiene un momento y sin darse cuenta se encuentra a sí mismo cavilando y recordando. Cuando el padre Mohedano, párroco de Chacao, trajo esas semillitas en 1783, plantó seis mil arbolillos en las diversas huertas de Chacao que sucumbieron casi en su totalidad. Sin rendirse, y utilizando otra técnica agrícola practicada en Las Antillas, continuó el proceso de siembra y se lograron cincuenta mil arbustos que, finalmente, rindieron una copiosa cosecha.

Entre soñando y despierto, Don Bartolomé visualiza la cascada de Sebucán, las aguas abundantes que serpentean por las pendientes del Ávila, las copas de los bucares floridos cubiertos con mantos de escarlata, y las arboledas de café en floración, coronadas de albos jazmines que embalsaman el aire. Su pensamiento se transportaba al viejo continente donde comenzaba a hablarse de ideas de libertad, y a las orillas del Anauco y del Guaire, el hermoso río que atravesaba Caracas.
“Hermano, anda a vestirte que llegó la hora”. Le dice bajito la niña Manuela. Con esta frase y un toquecito suave en el hombro, Don Bartolomé regresó a este presente que le susurraba que era hora de prepararse para recibir a sus invitados. Hoy es un día especial. Toda Caracas viene a descubrir ese secreto delicioso de Francia que por fin nacía en terruño caraqueño.
“Ay caray… si no me llamas aquí me quedo solo pensando!.. ¿Y Andrés ya arregló el corotero de los músicos?”, dijo desperezándose. “Uy sí, hace rato que ya está todo listo, y además ya llegaron los músicos, así que date prisa” y se alejó su hermana ajustándose el traje en su fina cintura.
Por fin dieron las doce. La selecta concurrencia comenzó a llegar por grupos. Unos en cabalgaduras, otros en carretas de bueyes, pues la calesa, para aquel entonces, no había hecho surco ni en las calles de la capital ni en el camino de Chacao. Por otra parte, era un lujo, tanto para caballeros como para damas, manejar con gracia las riendas del fogoso corcel, que se presentaba ricamente enjaezado según uso de la época.

Por primera vez iba a efectuarse, al pie de la Silla del Ávila, inmortalizada luego por Humboldt, una reunión tan llena de novedad y atractivos.

La fiesta comenzó a animarse con la llegada de los presbíteros Mohedano y Sojo, literalmente los padres de la criatura, siendo ellos los que llevaron el fruto hasta el lugar. Llegaron los Machillanda, los Aguerrevere, los Ramella, los Ustáriz, los Echenique, los Aristeguieta, los Argain, los Báez, dos naturistas alemanes, los señores Bredmeyer y Schult, quienes tuvieron mucho que ver con el progreso local del arte musical, pues fueron ellos quienes trajeron de Europa algunos instrumentos y partituras de Playel, de Mozart.
Una vez congregados todos, el festín comenzó con un paseo por el sembradío. Los árboles estaban cargados de frutos maduros rojos que aparecían como macetitas de corales rojos que tachonaban el monte sombreado por los frondosos bucares. Los europeos recibieron una impresión que los acompañó para siempre. Les pareció como que si sobre todos los árboles hubiese caído una púrpura nevada, aunque el ambiente que les rodeaba era tibio y agradable.

Al regreso del paseo rompió la música de baile y el entusiasmo se apoderó de la juventud. Al cabo de dos horas de danza comenzaron los cuartetos musicales y el canto de las damas que dieron paso al almuerzo. Concluido éste, el recinto tomó otro aspecto. Todas las mesas desaparecieron menos una, la central, la que tiene los arbustos florecidos de rojo.

Cuando llegó la hora, se sirvió el oscuro líquido… La primera taza de café que la concurrencia iba a degustar en el valle de Caracas, en la hacienda de los Blandín. La fragancia se derramó por el poético recinto. Los tres sacerdotes, Mohedano, Sojo y el padre Domingo Blandín, llegaron a la mesa en el momento en que la primera cafetera vertía su contenido en la taza de porcelana, la cual fue presentada inmediatamente al virtuoso cura de Chacao. Rompió un gran aplauso y después el silencio. El padre Domingo se da cuenta de que le había llegado su momento y dijo:

“Bendiga Dios al hombre de los campos, sostenido por la constancia y por la fe. Bendiga Dios el fruto fecundo, don de la sabia Naturaleza a los hombres de buena voluntad. Dice San Agustín que cuando el agricultor, al conducir el arado, confía la semilla al campo, no teme ni a la lluvia que cae, ni al cierzo que sopla, porque los rigores de la estación desaparecen ante las esperanzas de la cosecha. Bendiga Dios la familia que sabe conducir a sus hijos por la vía del deber y del amor a lo grande y a lo justo. Bendiga Dios esta concurrencia que ha venido a festejar, con las armonías del arte musical y las gracias y virtudes del hogar, esta fiesta campestre, comienzo de una época que se inaugura bajo los auspicios de la fraternidad social”.

El joven sacerdote tomó una rosa de uno de los ramilletes de la mesa y se dirigió al grupo donde estaba su madre, Doña Magdalena Argain de Blandín, y le presentó la flor después de haberla besado con efusión. La concurrencia celebró este hermoso e íntimo encuentro.

Desde aquel momento la juventud de nuevo se entregó a la danza. Otros grupos se apartaron a conversar sobre distintos temas, como los sucesos de América del Norte, las andanzas independentistas por Europa del General Francisco de Miranda, de los rumores que anunciaban en Francia algún cambio de cosas y, por supuesto, del cultivo de café y el porvenir agrícola que le esperaba a Venezuela, con la explotación de este fruto.

Así concluyó esta hermosa y emocionante tarde de noviembre. Propios y extraños celebraron el primer guayoyo, el primer negrito caraqueño que, en 1786, se sirvió en la Hacienda Blandín, bajo los corpulentos mangos que ocupaban el terreno donde hoy se encuentra el tee del hoyo número uno. Dulces recuerdos y especial significado para quienes visitan la Casa Club, pisando el mismo patio donde la ciudad que fundó Diego de Losada, comenzó su desarrollo cafetalero.
¿Qué pasó después? Esa, esa es otra historia

Historia: Guillermo Rodríguez Eraso
Versión fabulada: María Elena Mendoza. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario