El debut del negrito en sociedad
El
café es algo más que una sencilla infusión de color negro. Detrás de esta
bebida hay toda una cultura que se extiende por todo el mundo con matices muy
diferentes. En la historia de Venezuela, alrededor del café se ha movido un
grupo de personajes ilustres, se han hecho tertulias, se ha discutido sobre
literatura, política y hasta de asuntos de familia. El Caracas Country Club es
el primer testigo de nuestra cultura cafetalera.
Noviembre
de 1786. Son las seis de la mañana. La familia Blandín en
pleno se reúne a desayunar en el amplio y noble comedor. Sobre la
bien servida mesa sobresal en tres arbustos del
agasajado grano, venido de París y traído a Venezuela de Cayena en
1725, llegando a Caracas desde las riberas del Orinoco en 1783.
Con
desenfado, la Negra Jacinta va pasando la lanilla al
ceibó sin darse cuenta de los tropiezos que, por su distracción, se da su hijo,
el mayordomo Andrés. El muchacho, que nació en la Hacienda Blandín veintidós
años atrás, se encargaba de traer a la mesa los manjares y zumos de frutas que
Don Bartolomé, primogénito de Don Pedro Blandín, casado
con Doña Magdalena Argain y sus hermanas
Doña Manuela y Doña María de Jesús estaban a
punto de disfrutar.
El hermano
restante, el Padre Domingo llegó justo a tiempo para compartir la
comida. “Más vale llegar a tiempo que ser convidao”, dijo, y todos rieron. El
pan recién sacado del horno les calmó el hambre mañanera. Las bandejas y los platos
japoneses y de China, llenos de confituras, adornaban el
mesón de los Blandín.
A las
diez de la mañana los habitantes de la hacienda admiraban impactados
el movimiento de objetos que entraba y salía de Blandín. Asombrados veían pasar,
entre corredores y patios, a Jacinta y a las demás señoras de servicio en un
lleva y trae de hortalizas, frutas, panes y hasta una ternera. Movimiento ya
conocido pero siempre atractivo en los alrededores.
“¡Aquí
como que hay otra fiesta!” decía la gente. Por todos es conocido
en el pueblo de Chacao de las extraordinarias
celebraciones y los conciertos musicales de exquisito tenor que los herederos
del ilustrado francés, Don Pedro Blandín sabían dar. Este día
de noviembre de 1786 no iba a ser diferente… o sí. Hay en
esta fiesta algunos elementos que prometen una tarde inigualable.
Don
Bartolomé comenzó a girar instrucciones al tiempo que se levantaba:
“Andrés, termina con la mesa que ya llegó la carreta con los instrumentos. Hay
que descargar rápido”, apuró el patrono observando la marcha de hormigas que se
extendía por los patios y corredores de la hacienda. “Y tú, Domingo, ¿ya tienes
todo listo?”, le dijo de repente al sacerdote.
Era el
Padre Domingo, un sacerdote venezolano ejemplar,
un doctor en Teología y un elocuente orador. A
su cargo
estaba dar el discurso de honor para el gran evento,
precediendo con sus palabras el almuerzo criollo y el concierto musical,
elementos sociales que, sin duda, acercaban a las mejores familias de Caracas.
El Padre
Domingo, con su humor característico, le respondió: “¡por supuesto hermano! te
imaginarás que tus invitados estarán deseosos no solamente de disfrutar tus
atenciones, sino de escucharme a mí”. Los hermanos rieron juntos. “El privilegio
de degustar la novedosa infusión en el patio de Blandín
será inolvidable para toda Caracas. No puedo sino estar a tono con tus
comensales y con el obsequio”, remató el cura.
La niña
Manuela, bella y distinguida señorita quien, como su hermana María
de Jesús, era un dechado de virtudes domésticas y sociales, dulcemente,
interrumpe la conversación:
“Bartolomé,
¿dónde piensas ubicar a los músicos?... Yo creo que debajo de los cafetaleros y
junto al alero. Si no, ¡se van a achicharrar al sol!” dijo muy preocupada.
Don
Bartolomé la escuchó mientras daba media vuelta y le hacía señas a Andrés para
que se acercara.
“Andrés,
tráete el arpa y los demás instrumentos para este lado, tiene
razón mi hermana, en ese rincón va a pegar
mucho sol a mediodía. No queremos desmayos y sofocos en pleno concierto”, le
decía Don Bartolomé. Andrés, siempre obediente, deja a un
lado el par de floreros y corre a pedirles a los demás
ayudantes que muevan las sillas y los caballetes,
los estuches y las partituras, de allá para acá, en el lugar donde
las
niñas María y Manuela hacen espacio.
Las
familias de Caracas tenían un decidido gusto por la
instrucción, por el conocimiento de las obras maestras de la literatura
francesa e italiana, además de notable predilección por la música. El evento de
ese día, con tanto cuidado de detalles, reuniría a lo más apreciado de las
estirpes de esta sociedad emergente venezolana. Más aún si
era en casa de los Blandín, donde los conciertos musicales y el exquisito gusto
de sus anfitriones gozaban de fama y admiración.
Además
la familia Blandain, como originalmente se apellidaba, era no sólo proverbial
en la hospitalidad; también el orden y la
felicidad que emanaban eran envidiables, dignos de emulación. La hacienda Blandín,
para esa época, llegó a ser en Caracas el verdadero núcleo de la
música.
Se
acercan las doce del mediodía. Ya la fiesta está por comenzar…
Historia:
Guillermo Rodríguez Eraso
Versión
fabulada: María Elena Mendoza.
II PARTE
Por fin
el producto de dos años de cultivos y cuidados va a ser
presentado en sociedad. Una fiesta en
honor de un alimento y no de una persona. Don Bartolomé se detiene un momento
y sin darse cuenta se encuentra a sí
mismo cavilando y recordando. Cuando el padre Mohedano, párroco de
Chacao, trajo esas semillitas en 1783,
plantó seis mil arbolillos en las diversas huertas de Chacao que sucumbieron
casi en su totalidad. Sin rendirse, y utilizando otra técnica agrícola
practicada en Las Antillas, continuó el proceso de siembra y se lograron
cincuenta mil arbustos que, finalmente, rindieron una copiosa cosecha.
Entre
soñando y despierto, Don Bartolomé visualiza la
cascada de Sebucán, las aguas abundantes que serpentean por
las pendientes del Ávila, las copas de los
bucares floridos cubiertos con mantos de escarlata, y las arboledas de café en
floración, coronadas de albos jazmines que embalsaman el aire.
Su pensamiento se transportaba al viejo continente donde comenzaba a hablarse
de ideas de libertad, y a las orillas del Anauco y del Guaire, el
hermoso río que atravesaba Caracas.
“Hermano,
anda a vestirte que llegó la hora”. Le dice bajito la
niña Manuela. Con esta frase y un toquecito suave en el
hombro, Don Bartolomé regresó a este
presente que le susurraba que era hora de prepararse para recibir a sus
invitados. Hoy es un día especial. Toda Caracas viene a
descubrir ese secreto delicioso de Francia que por fin nacía en terruño
caraqueño.
“Ay
caray… si no me llamas aquí me quedo solo pensando!.. ¿Y
Andrés ya arregló el corotero de los músicos?”, dijo desperezándose. “Uy sí,
hace rato que ya está todo listo, y además ya llegaron los músicos, así que
date prisa” y se alejó su hermana ajustándose el traje en su
fina cintura.
Por fin
dieron las doce. La selecta concurrencia comenzó a llegar por grupos. Unos en
cabalgaduras, otros en carretas de bueyes, pues la calesa, para aquel entonces,
no había hecho surco ni en las calles de la capital ni en el camino de Chacao.
Por otra parte, era un lujo, tanto para caballeros como para damas, manejar con
gracia las riendas del fogoso corcel, que se presentaba ricamente enjaezado
según uso de la época.
Por
primera vez iba a efectuarse, al pie de la Silla del Ávila,
inmortalizada luego por Humboldt, una reunión tan
llena de novedad y atractivos.
La
fiesta comenzó a animarse con la llegada de los presbíteros
Mohedano y Sojo, literalmente los padres de la criatura, siendo ellos los que
llevaron el fruto hasta el lugar. Llegaron los Machillanda, los
Aguerrevere, los Ramella, los Ustáriz, los Echenique, los
Aristeguieta, los Argain, los Báez, dos naturistas alemanes, los
señores Bredmeyer y Schult, quienes tuvieron mucho que ver con el progreso local
del
arte musical, pues fueron ellos quienes trajeron de Europa algunos
instrumentos y partituras de Playel, de Mozart.
Una vez
congregados todos, el festín comenzó con un paseo por el sembradío. Los árboles
estaban cargados de frutos maduros rojos que aparecían como
macetitas de corales rojos que tachonaban el monte sombreado por los frondosos
bucares.
Los europeos recibieron una impresión que los acompañó para siempre. Les
pareció como que si sobre todos los árboles hubiese caído una púrpura
nevada, aunque el ambiente que les rodeaba era tibio y agradable.
Al
regreso del paseo rompió la música de baile y el entusiasmo se apoderó de la
juventud. Al cabo de dos horas de danza comenzaron los cuartetos musicales y el
canto de las damas que dieron paso al almuerzo. Concluido éste, el recinto tomó
otro aspecto. Todas las mesas desaparecieron menos una, la central, la
que
tiene los arbustos florecidos de rojo.
Cuando
llegó la hora, se sirvió el oscuro líquido… La primera taza de café que la
concurrencia iba a degustar en el valle de Caracas,
en la hacienda de los Blandín. La fragancia se derramó por el poético recinto. Los
tres sacerdotes, Mohedano, Sojo y el padre Domingo Blandín, llegaron a la mesa
en el momento en que la primera cafetera vertía su contenido en la taza de
porcelana, la cual fue presentada inmediatamente al virtuoso cura de Chacao. Rompió
un gran aplauso y después el silencio. El padre Domingo se da cuenta de que le
había llegado su momento y dijo:
“Bendiga
Dios al hombre de los campos, sostenido por la constancia y por la fe. Bendiga
Dios el fruto fecundo, don de la sabia Naturaleza a los hombres de buena
voluntad. Dice San Agustín que cuando el agricultor, al conducir el arado,
confía la semilla al campo, no teme ni a la lluvia que cae, ni al cierzo que
sopla, porque los rigores de la estación desaparecen ante las esperanzas de la
cosecha. Bendiga Dios la familia que sabe conducir a sus hijos por la vía del deber
y del amor a lo grande y a lo justo. Bendiga Dios esta concurrencia que ha
venido a festejar, con las armonías del arte musical y las gracias y virtudes
del hogar, esta fiesta campestre, comienzo de una época que se inaugura bajo
los auspicios de la fraternidad social”.
El joven
sacerdote tomó una rosa de uno de los ramilletes de la mesa y se dirigió al
grupo donde estaba su madre, Doña Magdalena Argain de
Blandín, y le presentó la flor después de haberla besado con efusión. La
concurrencia celebró este hermoso e íntimo encuentro.
Desde
aquel momento la juventud de nuevo se entregó a la danza.
Otros grupos se apartaron a conversar sobre distintos temas, como los sucesos
de América del Norte, las andanzas independentistas por Europa del
General Francisco de Miranda, de los rumores que anunciaban en
Francia algún cambio de cosas y, por supuesto, del cultivo de café y el
porvenir agrícola que le esperaba a Venezuela, con la explotación
de este fruto.
Así
concluyó esta hermosa y emocionante tarde de noviembre. Propios
y extraños celebraron el primer guayoyo, el primer negrito caraqueño
que, en
1786, se sirvió en la Hacienda Blandín,
bajo los corpulentos mangos que ocupaban el terreno donde hoy se encuentra el
tee del hoyo número uno. Dulces recuerdos y especial significado para quienes
visitan la Casa Club, pisando el mismo patio donde la ciudad que fundó Diego de Losada, comenzó su desarrollo
cafetalero.
¿Qué
pasó después? Esa, esa es otra historia…
Historia:
Guillermo Rodríguez Eraso
Versión
fabulada: María Elena Mendoza.
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